16 julio, 2012

El depositario del miedo.

Todo comenzó como suelen comenzar todas las cosas importantes: mucho tiempo atrás.

La tensión se palpaba en el ambiente y cargaba el aire de energía quasi eléctrica que, como si de electricidad efectivamente se tratara, obedeció, sin más, a las leyes de su propia física.

Nadie le puso nombre y nadie le preguntó; a nadie le interesaba. Por otro lado, su soledad no duró mucho; sólo se sabe que, en un momento dado, como alfileres atraídos por un gigantesco imán invisible, los ciudadanos comenzaron a congregarse a las puertas del Congreso.

Primero fue aquel primero; enseguida llegó el segundo, el tercero… no tardaron en ser más de veinte. Como por generación espontánea, una pequeña multitud empezó a tomar forma a las puertas del mismísimo órgano depositario de la Soberanía.

En el interior, Sus Señorías mantenían un acalorado enfrentamiento, enconado por lo irreconciliable de sus posturas. El paro había superado ya el treinta por ciento de la población activa; el rescate económico de la banca simplemente había servido para mantener en el aire el enorme castillo formado por cientos de miles de cargos políticos y de libre designación, sueldos de concejales, alcaldes, diputados provinciales, autonómicos y locales; delegados de gobierno, ministros, consejeros, amigos y enchufados… un sin fin de granujas, golfos y parásitos que engrosaban una lista compuesta por más de medio millón de nombres con sus correspondientes apellidos y nóminas millonarias. Delincuentes con traje y corbata que se adjudicaban millones de euros en concepto de indemnización por llevar a la ruina entidades financieras.


"El Delegado del Gobierno se vio obligado a llamar al ministro del interior, pues era evidente que aquel envite le venía grande tanto a él como a su cargo, ¡y ni tan siquiera un mínimo gesto, un mínimo motivo, un miserable insulto al que agarrarse para iniciar una carga policial que ya no tenía sentido ni posibilidades!"

Organizaciones sin ánimo de lucro que Nóos costaban millones de euros, que chupaban sin límite la poca sangre que le quedaba a un país moribundo… Y sólo una cosa les ayudaba y les permitía mantener la sartén por el mango: el miedo.

El grupo que se concentraba a las puertas del congreso comenzó a superar holgadamente el millar. Aun así, y nadie ha sabido explicarlo hasta ahora, no se oía un alma, ni un grito, ni un silbato, ni una palabra más alta que otra; ni un murmullo, en definitiva. Sin altercados, sin piedras, sin consignas y sin autorización, la gente comenzó a llamar y a atraer a la gente… enseguida fueron más de dos mil.

En el interior del edificio, los acalorados representantes seguían discutiendo en términos políticamente correctos. Discutiendo sobre cómo dejar de gastar sin dejar de gastar en sí mismos; sobre qué estertor arrebatarle al Pueblo para mantener un nivel de vida que poco, nada, tenía que ver con la realidad.

Pero, inevitablemente, la Policía del Congreso se dio cuenta de lo que estaba sucediendo fuera, allí mismo. El silencio absoluto, el comportamiento ejemplar pero, sobre todo, el silencio absoluto de la masa que, poco a poco, iba superando los cinco mil individuos, llamó la atención del personal policial, que tuvo que salir a la puerta para asegurarse de que aquello que veían por las pantallas no era Atenas o alguna imagen de archivo.

Inmediatamente se dio la voz de alarma. El silencio fue golpeado por las sirenas. Había que defender, que proteger, a los representantes de la Soberanía de los mismísimos propietarios de esa misma soberanía. Una hilera interminable de vehículos policiales tomó la zona y los aledaños, pero el sonido lejano de más sirenas y de los motores revolucionados, delataba un despliegue que no tenía precedentes. Cuando el primer alto mando policial llegó al lugar, comprobó con espanto que aquello se les había ido de las manos. ¿Cómo era posible que nadie hubiera atajado aquello antes?

Las estimaciones oficiales trataron de quitar peso a la evidencia, pero la realidad mostraba que allí había ya más de diez mil personas. Atado de pies y manos, el jefe de la Policía requirió la presencia del Delegado del Gobierno… Una decisión así tenía que venir desde arriba. Y desde arriba, en helicóptero concretamente, el Delegado fue trasladado al Congreso por ser imposible del todo hacerlo hacerlo con medios terrestres.

El Delegado no podía creer que aquello estuviera pasando. La televisión y la radios, tan estupefactos como la policía, comenzaron a dar la noticia… Al principio, cuando la confusión alcanzaba hasta a lo que se estaba viendo con los propios ojos, hablaban de cientos, quizás mil o dos mil individuos… pero los helicópteros permitían ver claramente lo que realmente estaba sucediendo.

El despliegue policial para salvaguardar la integridad de los diputados cortó calles, vías rápidas, autovías y todo tipo de transportes públicos. Se cerró el metro y lograron colapsar y detener la ciudad… pero no a la gente que, como atraída por algún tipo de substancia química, poco a poco, a miles, se fueron uniendo.

El delegado del gobierno palideció cuando se le informó de que la masa superaba con creces los cien mil individuos, y que la cifra seguía creciendo de forma incontrolable. Se vio obligado a llamar al ministro del interior, pues era evidente que aquel envite le venía grande tanto a él como a su cargo, ¡y ni tan siquiera un mínimo gesto, un mínimo motivo, un miserable insulto al que agarrarse para iniciar una carga policial que ya no tenía sentido ni posibilidades!

El ministro, enzarzado en una discusión, otra, tan infructuosa, tan intrascendente y tan prescindible como su propia misión, respondió de mala gana al delegado diciéndole que “¡si se trata de una manifestación ilegal, disuelva!” Sólo la insistencia de su subordinado le obligó a salir del hemiciclo y a asomarse a la puerta, desde la que inmediatamente vio que los dos leones que le flanqueaban eran, a todas luces, insuficientes para acabar con tanta carne. El ministro del interior palideció y entró corriendo a dar la novedad al Presidente de su gobierno, el cual, ante la congoja de su semejante, no pudo menos de levantarse y dirigirse a la puerta, seguido de varios diputados, ilustres todos ellos, naturalmente, que vieron algo en la cara de su compañero de filas que les inquietó y les movió a dejar su sagrado asiento y a asomar la cabeza al mundo real.

El resto del hemiciclo enseguida fue un clamor. Diputados que salían con cierta incertidumbre y volvían corriendo, algunos con sonrisas nerviosas, otros, con cara de extrañeza, y otros charlando entre ellos. Todos tratando de adjudicar un nombre políticamente correcto a lo que acababan de ver. Naturalmente, al principio ninguno de ellos fue consciente de la magnitud de la situación, y todos coincidían en que el Problema, con mayúscula, era sólo del presidente y de su gobierno.

Poco a poco, sus señorías, ilustrísimas como no podía ni puede ser de otra manera, fueron tomando posiciones en la parte alta de las escaleras de acceso al edificio, entre los leones que guardaban la entrada, detrás del mayor despliegue policial visto en la historia del país. Todos los diputados habían presenciado alguna vez congregaciones de ese tipo, y todos habían podido irse por otra calle a tomar unas cañas o a reservar billetes para algún viaje sin mayores consecuencias. Algunos incluso presumían ante sus ilustrísimos colegas de haber organizado movimientos sociales similares y claramente superiores en número y en ruido, evidenciando, una vez más, que hablaban sin saber lo que decían.

Mientras, la televisión mostraba imágenes nunca vistas tomadas desde helicópteros: más de trescientos mil ciudadanos, en el más absoluto silencio, formaban una masa humana que iba camino de no tener precedente ni fin. Las noticias eran lo único capaz de acercarse al ritmo que marcaba el crecimiento de la concentración, y enseguida se puso de manifiesto que aquel fenómeno no era sólo cosa de la capital sino que, de forma igualmente espontánea, el Pueblo se estaba uniendo en todas y cada una de las capitales de provincia.

En Madrid ya había, según los cálculos de la gente que se dedicaba a calcular ese tipo de cosas, más de un millón y medio de personas, y era asombroso ver cómo el reguero humano que acrecentaba el número no paraba de crecer. Si el ritmo seguía así, era cuestión de una hora o dos tener a toda la Población enfrente de sus representantes.

Policías de todos los colores, ejércitos, reservistas… todo el personal, disponible y no disponible, fue llamado al servicio, pero la masa no reaccionó, para sorpresa y desagrado de la cúpula, ante la hostilidad del montaje. Facilitó, de hecho, el despliegue ordenado directamente por Jefe del Estado, Presidente, Ministro y Delegado del Gobierno, en una cascada perfecta de Jerarquía administrativa iniciada con las órdenes de aquel que esta vez, y para variar, no estaba de viaje de placer ni de safari.

Como pronosticó aquel que entendía de aquello, dos horas después del plantón de aquel silencioso y anónimo ciudadano, sólo en Madrid había más de tres millones de manifestantes que no dejaron escapar un solo sonido, dando fe de que el mismo ambiente inspiraba la actitud. Allí estaban, en la primera fila, el primer Ciudadano y otros muchos más, a escasos cincuenta metros de sus representantes. Se veían las caras los unos a los otros: unos relajados, tranquilos, sintiéndose seguros ante la contundencia del despliegue. Los otros, con muy poco que perder.

Tras las infructuosas amenazas de rigor, transmitidas por el delegado del gobierno megáfono en mano, se hizo el silencio.

Cuatro filas de antidisturbios armados hasta las cejas se interponían entre el Pueblo Soberano y sus representantes mientras más y más personal, reclutado incluso de empresas de seguridad privada, fue llegando al edificio. Finalmente, y en el silencio más absoluto que jamás nadie hubiera imaginado, que absorbía el ruido de unas sirenas que, sin dejar de sonar, dejaron de oírse, sólo se escuchó el animado cuchichear de algunos diputados que hablaban por el móvil con alguien afín a sus intereses, ajenos a la realidad de lo que les rodeaba y mostrando esa sonrisa cínica de quien, por ignorante, se siente seguro.

Entonces, ocurrió. El ciudadano número uno dio un paso al frente, acortando una distancia que instantes atrás parecía inabarcable. La policía se tensó. El delegado miró al ministro, y el ministro miró al presidente. Nadie dijo nada.

Otro paso hacia adelante. Esta vez la primera línea ciudadana se puso a la altura de la primera línea de policía.

Otro paso, uno más, que obligó a los agentes a retroceder ante la ausencia de órdenes. En ese momento los diputados más contumaces y cínicos dejaron de sonreír y adquirieron una expresión de extrañeza y circunspección.

Otro paso, y otro…

—¡Carguen! — ordenó el ministro, rompiendo un silencio que lo decía todo. Un silencio que chocaba frontalmente contra el frágil muro del hablar sin decir nada en el que se sustentaba su sistema.

En ese momento sucedió: los miembros del dispositivo lo vieron claro. Aquellos hombres y mujeres uniformados vieron que también eran ciudadanos, y sentían la misma química que atrajo a todos los demás.

De repente notaron que se estaban enfrentando a ellos mismos, y aunque no tenían por qué conocer a ninguno de los que tenían enfrente, sabían que toda su gente, que toda su vida, estaba en ese bando, no en el otro. Sabían que cuando cuando finalizasen el servicio tendrían que ir convivir con aquellos a los que estaban llamados a disolver, con aquellos a los que tenían que agredir. No transcurrió mucho tiempo hasta que el primer agente antidisturbios lo vio todo claro y entregó su arma a su superior.

La enorme retahíla de amenazas legales sólo hizo que uno tras otro, los agentes comenzasen a ver a quién tenían que proteger realmente: ¿A aquellos corruptos que únicamente sabían aprovecharse del poder? ¿O a su gente, al Pueblo Soberano que les pagaba, y al que se debían?

Un histórico giro de 180º volvió los cañones y las pelotas de goma contra diputados y gobierno en pleno. No hizo falta un solo disparo.

Fue en ese momento cuando todos vieron claro que el miedo había cambiado de bando, y sólo cuando el miedo sorprendió a los que no lo tenían, las cosas comenzaron a mejorar.

Autor Luis Miguel Gil Gonzalo visto en Red de autores

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