30 noviembre, 2007

El portero del prostíbulo

No había en aquel pueblo un oficio peor visto y peor pagado que el de portero del prostíbulo... Pero, ¿qué otra cosa podía hacer aquel hombre? De hecho, nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía ninguna otra actividad ni oficio. En realidad, era su puesto porque su padre había sido el portero de ese prostíbulo antes que él, y antes que él, el padre de su padre. Durante décadas, el prostíbulo había pasado de padres a hijos y la portería también.

Un día, el viejo propietario murió y un joven con inquietudes, creativo y emprendedor, se hizo cargo del prostíbulo. El joven decidió modernizar el negocio. Modificó las habitaciones y después citó al personal para darles nuevas instrucciones. Al portero le dijo: -A partir de hoy, usted, además de estar en la puerta, me va a preparar un informe semanal. Allí anotará la cantidad de parejas que entran cada día. A una de cada cinco, les preguntará cómo fueron atendidas y qué corregirían del lugar. Y una vez por semana, me presentará ese informe con los comentarios que usted crea convenientes.

El hombre tembló. Nunca le había faltado predisposición para trabajar, pero...

-Me encantaría satisfacerle, señor -balbuceó-, pero yo... no sé leer ni escribir.

-¡Ah! ¡Cuánto lo siento! Como usted comprenderá, yo no puedo pagar a otra persona para que haga esto y tampoco puedo esperar a que usted aprenda a escribir, por lo tanto...

-Pero, señor, usted no me puede despedir. He trabajado en esto toda mi vida, al igual que mi padre y mi abuelo...

No lo dejó terminar. -Mire, yo lo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Lógicamente le daremos una indemnización, es decir, una cantidad de dinero para que pueda subsistir hasta que encuentre otro trabajo. Así que lo siento. Que tenga suerte.

Y, sin más, dio media vuelta y se fue. El hombre sintió que el mundo se derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación. Llegó a su casa, desocupado por primera vez en su vida. ¿Qué podía hacer? Entonces recordó que a veces, en el prostíbulo, cuando se rompía una cama o se estropeaba la pata de un armario, se las ingeniaba para hacer un arreglo sencillo y provisional con un martillo y unos clavos. Pensó que esta podía ser una ocupación transitoria hasta que alguien le ofreciera un empleo. Buscó por toda la casa las herramientas que necesitaba, y sólo encontró unos clavos oxidados y una tenaza mellada. Tenía que comprar una caja de herramientas completa y, para eso, usaría una parte del dinero que había recibido. En la esquina de su casa se enteró de que en su pueblo no había ninguna ferretería, y que tendría que viajar dos días en mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra. -¿Qué más da?, -pensó. Y emprendió la marcha.

A su regreso, llevaba una hermosa y completa caja de herramientas. No había terminado de quitarse las botas cuando llamaron a la puerta de su casa; era su vecino.

-Venía a preguntarle si no tendría un martillo que prestarme.
-Mire, sí, lo acabo de comprar pero lo necesito para trabajar. Como me he quedado sin empleo...
-Bueno, pero yo se lo devolvería mañana muy temprano.
-Está bien.

A la mañana siguiente, tal como había prometido, el vecino llamó a su puerta.

-Mire, todavía necesito el martillo. ¿Por qué no me lo vende?
-No, yo lo necesito para trabajar y, además, la ferretería está a dos días de mula.
-Hagamos un trato -dijo el vecino. -Yo le pagaré a usted los dos días de ida y los dos de vuelta, más el precio del martillo. Total, usted está sin trabajo. ¿Qué le parece?

Realmente, esto le daba trabajo durante cuatro días... Aceptó.

A su regreso, otro vecino lo esperaba a la puerta de su casa.

-Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo?
-Sí...
-Yo necesito unas herramientas. Estoy dispuesto a pagarle sus cuatro días de viaje y una pequeña ganancia por cada una de ellas. Ya sabe: no todos disponemos de cuatro días para hacer nuestras compras.

El ex-portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue.

-No todos disponemos de cuatro días para hacer nuestras compras..., -recordaba.

Si esto era cierto, mucha gente podría necesitar que él viajara para traer herramientas. En el siguiente viaje decidió que arriesgaría algo del dinero de la indemnización trayendo más herramientas de las que había vendido. De paso, podría ahorrar tiempo en viajes.

Empezó a correrse la voz por el barrio y muchos vecinos decidieron dejar de viajar para hacer sus compras. Una vez por semana, el ahora vendedor de herramientas viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes.
Pronto se dio cuenta de que si encontraba un lugar donde almacenar las herramientas, podía ahorrar más viajes y ganar más dinero. Así que alquiló un local. Después amplió la entrada del almacén y unas semanas más tarde añadió un escaparate, de manera que el local se transformó en la primera ferretería del pueblo.

Todos estaban contentos y compraban en su tienda. Ya no tenía que viajar, porque la ferretería del pueblo vecino le enviaba sus pedidos: era un buen cliente. Con el tiempo, todos los compradores de pueblos pequeños más alejados prefirieron comprar en su ferretería y ahorrar dos días de viaje. Un día, se le ocurrió que su amigo, el tornero, podía fabricar para él las cabezas de los martillos. Y después... ¿Por qué no? También las tenazas, las pinzas y los cinceles.

Después vinieron los clavos y los tornillos... Para no alargar demasiado el cuento, te diré que en diez años aquel hombre se convirtió en un millonario fabricante de herramientas, a base de honestidad y trabajo. Y acabó siendo el empresario más poderoso de la región. Tan poderoso era que, un día, con motivo del inicio del año escolar, decidió donar a su pueblo una escuela. -Además de leer y escribir, allí se enseñarían las artes y los oficios más prácticos de la época, -pensó.

El alcalde organizó una gran fiesta de inauguración de la escuela y una importante cena de homenaje para su fundador. A los postres, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad y abrazándole le dijo:

-Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos que nos conceda el honor de poner su firma en la primera página del libro de honor de la escuela.
-El honor sería para mí, -dijo el hombre, -pero no se leer ni escribir. Soy analfabeto.
-¿Usted? –dijo el alcalde, que no acababa de creerlo- ¿Usted no sabe leer ni escribir? ¿Usted construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto qué hubiera hecho si hubiera sabido leer y escribir.
-Yo se lo puedo decir, -respondió el hombre con calma. –Si yo hubiera sabido leer y escribir... ¡sería el portero del prostíbulo!

Extraído del Talmud, recogido por Jorge Bucay

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